Capítulo 16  
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Salida para Córdoba. - Carmona. - Las colonias alemanas. - El idioma. - Un caballo haragán. - El recibimiento nocturno. - El posadero carlista. - Buen consejo. - Gómez. - El genovés viejo. - Las dos opiniones.

Después de estar unos quince días en Sevilla salí para Córdoba. Hacía ya algún tiempo que no circulaba la diligencia, debido al turbulento estado de la provincia. No tuve, pues, más remedio que hacer el viaje a caballo. Tomé dos en alquiler y ajusté al genovés viejo, de quien ya he hablado, para que me acompañase hasta Córdoba y se volviera después con las cabalgaduras. Aunque estábamos en pleno invierno, el tiempo era despejado, los días soleados y radiantes, si bien por las noches se dejaba sentir el frío. Pasamos por Alcalá, ciudad pequeña, famosa por las ruinas de un inmenso castillo moro, que desde lo alto de una colina rocosa domina un río pintoresco. La primera noche dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a siete leguas de Sevilla. Muy de mañana montamos de nuevo y partimos. Acaso no haya en toda España un monumento de los antiguos moros tan hermoso como el lado oriental de esta ciudad de Carmona, sita en la cima de un alto cerro, mirando a una extensa vega, inculta leguas y leguas, donde sólo se crían jaras y carrasco. Por aquella parte se levantan unas sombrías murallas, muy altas, con torres cuadradas a muy cortos intervalos, y de tan sólida estructura, que parecen desafiar las injurias del tiempo y de los hombres. En la época de los moros esta ciudad era considerada como la llave de Sevilla, y no se sometió a las armas cristianas sin sufrir un largo y desesperado asedio; la toma de Sevilla siguió poco después. La vega, en que a la sazón entrábamos, forma parte del gran despoblado de Andalucía, antaño risueño jardín transformado en lo que ahora es desde que, por la expulsión de los moros de España, fue sangrada esta tierra de la mayor parte de su población. Desde aquí hasta Sierra Morena, que separa la Mancha y Andalucía, las ciudades y pueblos son escasos, muy apartados unos de otros, y aun algunos de ellos datan sólo de mediados del pasado siglo, cuando un ministro español intentó poblar este desierto con hijos de un país extranjero.

A eso de mediodía llegamos a un sitio llamado Moncloa, donde hay una venta y un edificio de aspecto desolado con cierta apariencia de château; una palmera solitaria yergue su cabeza por encima del muro exterior. Entramos en la venta, atamos los caballos al pesebre, y después de mandar que los echaran un pienso fuimos a sentarnos a la lumbre. El ventero y su mujer vinieron también a sentarse a nuestro lado. «Esta gente es muy mala -me dijo el viejo genovés en italiano-; como la casa, nido de ladrones; algunas muertes se han cometido en ella, si es verdad todo loque se cuenta.»

Miré con atención a los venteros: eran jóvenes; el marido representaba veinticinco años; era un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en sus ojos brillaba un fuego

maligno. Su mujer se le asemejaba un poco, pero su semblante era más abierto y parecía de mejor humor; lo que más me chocó en la ventera fue el color de su pelo, castaño claro, y su tez, blanca y sonrosada, tan diferentes del pelo negro y atezado rostro que en general distinguen a los naturales de la provincia. «¿Es usted andaluza? -pregunté a la ventera-. Casi estoy por decir que me parece usted alemana.»

LA VENTERA: No se equivocaría mucho su merced. Es verdad que soy española, pues en España he nacido; pero también es verdad que soy de sangre alemana, puesto que mis abuelos vinieron de Alemania, así como la de este caballero, mi señor y marido.

YO: ¿Y cómo fue venir sus abuelos de usted a este país?

LA VENTERA: ¿No ha oído nunca su merced hablar de las colonias alemanas? Hay bastantes por estas partes. En tiempos antiguos el país estaba casi desierto, y era muy peligroso viajar por él, debido a los muchos ladrones. Hará cien años, un señor muy poderoso envió mensajeros a Alemania para decir a la gente de allá que estas tierras tan buenas estaban sin cultivo por falta de brazos, y prometiendo a cada labrador que quisiera venir a labrarlas una casa y una yunta de bueyes, con lo necesario para vivir un año. De resultas de esta invitación, muchas familias pobres de Alemania vinieron a establecerse en ciertos pueblos y ciudades prevenidos para el caso, que aún llevan el nombre de Colonias Alemanas.

YO: ¿Cuantas habrá?

LA VENTERA: Varias. Unas por este lado de Córdoba y otras al otro. La más próxima es Luisiana, que está de aquí dos leguas; de allá venimos mi marido y yo. La siguiente es Carlota, a unas diez leguas de distancia; ésas son las dos únicas que yo he visto; pero hay otras más lejos, y algunas, según he oído decir, están en el riñón de la sierra.

YO: ¿Hablan todavía los colonos el idioma de sus antepasados?

LA VENTERA: Sólo hablamos español, o más bien, andaluz. Verdad que algunos, muy viejos, saben unas pocas palabras de alemán, aprendidas de sus padres, nacidos en aquella tierra; pero la última persona de la colonia capaz de entender una conversación en alemán fue la tía de mi madre, porque vino aquí de muy joven. Siendo yo una chica, recuerdo haberla oído hablar con un viajero, compatriota suyo, en una lengua que me dijeron era el alemán; se entendían, pero la vieja confesaba que se le habían olvidado muchas palabras; ya hace años que se ha muerto.

YO: ¿De qué religión son los colonos?

LA VENTERA: Son cristianos, como los españoles, como antes lo fueron sus padres. Por cierto, he oído decir que venían de unas partes de Alemania donde la religión se practica mucho más que en la misma España.

YO: Los alemanes son el pueblo más honrado de la tierra, y como ustedes son sus legítimos descendientes, claro está que los robos serán aquí desconocidos.

La ventera me echó una rápida mirada, miró después a su marido y sonrió; el ventero, que hasta entonces había estado fumando sin proferir palabra, aunque con semblante singularmente adusto y descontento, arrojó la punta del cigarro a la lumbre, se puso en pie y, murmurando: ¡Disparate! ¡conversación!, se marchó.

«Ha ido usted a poner el dedo en la llaga, signore -dijo el genovés cuando ya habíamos dejado atrás Moncloa-. Si fueran gente honrada no podrían tener esa venta. Yo no sé cómo serían los colonos cuando llegaron aquí; pero lo que es ahora, sus costumbres no son ni pizca mejores que las de los andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay entre ellos alguna diferencia.»

A los tres días de salir de Sevilla, ya cerca de anochecer, llegamos a la Cuesta del Espinal, a unas dos leguas de Córdoba, desde donde pudimos columbrar los muros de la ciudad, bañados por los últimos rayos del sol poniente. Como aquellos contornos estaban, según me dijo el guía, infestados de bandidos, hicimos lo posible por llegar a la población antes de cerrar la noche. No lo conseguimos, empero, y antes de recorrer la mitad de la distancia nos envolvieron densas tinieblas. La ruindad de los caballos nos había retrasado considerablemente durante el viaje; sobre todo, el caballo de mi guía era insensible al látigo y a la espuela; además, el genovés no era jinete, y acabó por confesar que hacía treinta años no montaba a caballo. Los caballos conocen en seguida las facultades de quien los monta, y el del genovés resolvió aprovecharse de la timidez y debilidad del pobre viejo. Pero casi todo tiene remedio en este mundo. Cansado de andar a paso de tortuga, até las riendas del caballo remolón a la grupa del mío, y sin escatimar espolazos ni palos le obligué a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo más remedio que aligerar los remos. Por dos veces intentó arrojarse al suelo, con gran espanto de su anciano jinete, que me suplicaba una y otra vez que hiciese alto y le permitiera apearse; pero yo, sin hacerle caso, continué dando espolazos y palos con infatigable energía y tan buen éxito, que en menos de media hora vimos unas luces muy cerca de nosotros, y al instante llegamos a un río, cruzamos un puente, encontrándonos a la puerta de Córdoba sin habernos roto la nuca ni haberse perniquebrado los caballos.

Atravesamos toda la ciudad para llegar a la posada; las calles estaban oscuras y casi desiertas. La posada era un vasto edificio, de cuyas ventanas, bien defendidas con rejas, no se escapaba el menor rayo de luz; el silencio de la muerte parecía envolver no sólo la casa, sino la calle entera. Largo rato golpeamos la puerta sin obtener contestación; entonces comenzamos a llamar a voces. Al cabo alguien nos preguntó desde dentro lo que queríamos. «Abra usted la puerta y lo verá», respondí. «No haré tal -replicó el de dentro- hasta no saber quiénes son ustedes.» «Somos viajeros de Sevilla.» «¿Son ustedes viajeros? ¿Por qué no lo han dicho antes? No estoy aquí de portero para dejar a los viajeros en la calle. ¡Jesús, María! Ni hay tantos en la casa que no podamos admitir alguno más. Entre, caballero, y sean bien venidos usted y su compañía.»

Abrió la puerta, dándonos entrada a un espacioso patio; en seguida afianzó nuevamente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por qué toma usted tantas precauciones? -le pregunté-. ¿Teme usted que los carlistas le hagan una visita?». «Los carlistas no nos dan miedo -respondió el portero-. Ya han estado aquí y no nos han hecho daño alguno. A quien tememos es a ciertos pícaros de esta ciudad, que están reñidos con el amo, y le asesinarían con toda su familia si se les presentase ocasión.»

Iba yo a preguntar la razón de esta enemiga, cuando un hombre corpulento bajó corriendo, con una luz en la mano, la escalera de piedra que conducía al interior de la casa. Dos o tres mujeres, también con luces, le seguían. Detúvose en el último escalón, y exclamó: «¿Quién ha venido?». Luego adelantó la lámpara hasta que la luz me dio de lleno en el rostro.

«¡Hola! -exclamó-. ¿Es usted? ¡Quién iba a pensar -dijo volviéndose a la mujer que estaba a su lado, tan recia como él, de atezado rostro, y próximamente de su misma edad, rayana, al parecer, en los cincuenta- que en el preciso momento de suspirar por un huésped se detendría a nuestras puertas un inglés!; porque a un inglés le reconozco yo a una milla de distancia, hasta en la oscuridad. Juanito -gritó al portero-: esta noche no abras la puerta a nadie más, sea quien sea. Si los nacionales vienen a alborotar, diles que está aquí el hijo de Belington dispuesto a caer sobre ellos espada en mano si no se retiran, y si llegan más viajeros, cosa que no es de esperar, porque desde hace más de un mes no ha venido ninguno, les dices que no hay cuartos porque los ocupa todos un caballero inglés y su acompañamiento.»

Descubrí sin tardanza que mi amigo el posadero era un insigne carlista. No había yo concluido de cenar -mientras él y toda su familia, alrededor de la mesita a que me senté, observaban mis movimientos, sobre todo la manera de usar el cuchillo y el tenedor y de llevarme los manjares a la boca- cuando se puso a hablarme de política. «Yo no soy de un partido determinado, don Jorge -dijo, pues me había preguntado mi nombre con el fin de darme el tratamiento-; yo no soy de un partido determinado, y no estoy por el rey Carlos ni por la chica Isabel; sin embargo, llevo en este maldito pueblo cristi no una vida de perro, y hace mucho tiempo que me habría marchado si no fuese porque he nacido aquí y porque no sé adónde ir. Desde que empezaron estos desórdenes, me da miedo salir a la calle, porque en cuanto la canaille de Córdoba me ve doblar una esquina, empiezan a gritar: "¡A ése, al carlista!", y corren detrás de mí vociferando y me amenazan con piedras y palos; de manera que, si no me pongo en salvo metiéndome en casa, empresa difícil con mis diez y pico de arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo reconocerá usted, don Jorge, no es ni agradable ni decente. Ese mozo que ve usted ahí -continuó, señalando a un joven moreno que estaba detrás de mi silla, empleado en servirme- es mi cuarto hijo; está casado, y no vive con nosotros, sino cien varas más abajo en esta calle. Le hemos llamado de prisa y corriendo para servir a su merced, como es su obligación; bien: ha estado a punto de perecer en el camino. Antes de marcharse tendrá que escudriñar la calle para ver si hay moros en la costa, y entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas! ¿De dónde sacan que mi familia y yo somos carlistas? Cierto que mi hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de tres años. ¿Podía yo evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que mi segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en Córdoba. ¡Dios le proteja! Pero yo no le mandé alistarse. Tan lejos estoy de ser carlista, que gracias a mí ese mozo que está presente no se marchó con su hermano, aunque tenía muy buenas ganas de hacerlo, porque es valiente y buen cristiano. "Quédate en casa -le dije-, porque ¿cómo me vaya arreglar si os vais todos? ¿Quién va a servir a los huéspedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos hasta que tu hermano, mi hijo tercero, vuelva" Porque ha de saberse, y para vergüenza mía lo digo, don Jorge, que yo tengo un hijo sargento en el ejército cristino, muy en contra de la inclinación personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga una mutilación para que le libren en seguida. Así que le dije a éste: "Quédate en casa, hijo mío, hasta que tu hermano venga a ocupar tu puesto y no se nos coma el pan un extraño, que además podría venderme y hacerme traición". De modo que, como usted ve, don Jorge, mi hijo se quedó en casa a petición mía, y aún me llaman carlista.»

- ¿Cómo se portaron Gómez y sus partidas cuando estuvieron en Córdoba? Porque usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido.

- ¡Admirablemente bien! Lo que yo quisiera es que aún estuviesen aquí. Como ya le he dicho a usted, don Jorge, yo no soy de ningún partido; pero confieso que nunca en mi vida he sentido placer mayor que cuando se nos entraron por las puertas. ¡Entonces había que ver a esos perros de nacionales correr por las calles para ponerse en salvo! ¡Había que verlo, don Jorge! Los que me encontraban a la vuelta de una esquina se olvidaban de gritar: ¡Hola, carlista!, y de sus amenazas de apalearme. Algunos saltaron las murallas y huyeron no se sabe adónde; otros se refugiaron en la Casa de la Inquisición, que tenían fortificada, y se encerraron en ella. Ha de saber usted, don Jorge, que todos los jefes carlistas, Gómez, Cabrera y el Serrador, se alojaron en esta casa; y ocurrió que, estando yo de conversación con Gómez en este mismo cuarto donde estamos ahora, entró Cabrera hecho una furia; Cabrera es menudo de cuerpo, pero tan vivo y valiente como un gato montés. «Esa canaille -dijo al entrar- de la Casa de la Inquisición no quiere rendirse; si me da usted la orden, general, escalo la casa con mi gente y paso a cuchillo a los que están dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debemos ahorrar sangre siempre que sea posible. Que les disparen unos cuantos tiros de fusil, y eso bastará». Así fue, en efecto, don Jorge, porque a las pocas descargas su corazón desfalleció y se rindieron a discreción; después de desarmarlos, se les permitió volver a sus casas. Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me ven doblar una esquina, me gritan: ¡Hola, carlista! Para guardarse de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de servir a su merced, tendrá que ir desde aquí a su casa volando como una perdiz, no sea que se los encuentre en la calle y le cosan a puñaladas.

- Usted que ha visto a Gómez, dígame: ¿qué clase de hombre es?

- Es de estatura regular, grave y sombrío. El más notable de todos por su aspecto es el Serrador, especie de gigante, tan alto, que cuando entraba por la puerta del portal siempre daba con la cabeza en el dintel. El que menos me gusta es Palillos, bandido feroz y tétrico, a quien conocí de postillón. En otro tiempo venía muchas veces a mi casa; ahora es capitán de los ladrones de la Mancha, pues aunque se intitula realista, es un bandolero, ni más ni menos. Es una deshonra para la causa que se permita a tales hombres mezclarse con la gente honrada. Yo le odio, don Jorge; debido a él vienen a mi casa tan pocos parroquianos. Los viajeros temen ahora atravesar la Mancha, no sea que caigan en su poder. ¡Así le ahorquen, don Jorge, sean los cristinos o los realistas; lo mismo me da!

- Cuando llegué conoció usted al momento que era inglés. ¿Es que vienen a Córdoba muchos compatriotas míos?

- ¡Toma! -respondió el posadero-, son mis mejores parroquianos; he tenido en casa ingleses de todas categorías, desde el hijo de Bellington hasta un médico joven que curó a esa chica, hija mía, del dolor de oídos. ¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con Gómez vinieron dos que servían como voluntarios. ¡Vaya, qué gente! ¡Qué magníficos caballos montaban, y cómo desparramaban el oro! Venía con ellos un portugués muy noble, pero pobrísimo, un miguelista; según me dijeron, los dos ingleses le sostenían por devoción a la causa realista. El portugués estaba siempre cantando:

El rey chegou, el rey chegou,

E en Belem desembarcou.

Fueron unos días magníficos, don Jorge. Y entre paréntesis, se me ha olvidado preguntar de qué partido es su merced.

A la siguiente mañana, cuando estaba vistiéndome, el viejo genovés entró en mi cuarto:

- Signore -me dijo-, vengo a decirle adiós. Ahora mismo me vuelvo a Sevilla con los caballos.

- ¿Por qué tanta prisa? -respondí-. Mejor sería que se quedase usted aquí hasta mañana; usted y los caballos necesitan reposo. Descanse usted hoy, y yo pagaré el gasto.

- Gracias, signore; pero me voy inmediatamente; no puedo quedarme en esta casa.

- ¿Qué le ocurre a la casa? -pregunté.

- De la casa nada tengo que decir -replicó el genovés-; de quien me quejo es de sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a desayunarme, y me encontré en la cocina al posadero y a toda su familia. Bueno: me senté y pedí un chocolate, que me trajeron; pero, antes de tomármelo, el posadero empezó a hablar de política. Al principio me dijo que no estaba con ninguno de los bandos; pero es tan furibundo carlista como el mismo Carlos V, porque, en cuanto se enteró de que yo soy del bando contrario, me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha de saber usted, signore, que, en tiempos de la anterior Constitución, tuve yo un café en Sevilla, al que concurrían los liberales más notorios, y fue causa de mi ruina, pues como admirador de sus opiniones, abrí a mis parroquianos el crédito que se les antojó, lo mismo en café que en licores, y, de esta suerte, al tiempo de ser derrocada la Constitución y restaurado el despotismo ya les había fiado cuanto tenía. Es posible que muchos de ellos me hubiesen pagado, porque no creo que abrigasen malas intenciones contra mí; pero llegó la persecución, los liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastante natural, pensaron en su propia seguridad más que en pagarme los cafés y los licores; a pesar de eso, soy partidario de sus ideas, y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuanto el posadero, como ya he dicho a su merced, se enteró de mis opiniones, me miró como una fiera y «Salga usted de mi casa -exclamó-; no quiero espías en ella»; añadiendo algunas expresiones irrespetuosas para la joven reina Isabel y para Cristina, a quien considero compatriota mía, a pesar de ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le devolví el cumplido diciendo que Carlos es un pillo y la princesa de Beira otra que tal. Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, antes de llevármelo a los labios, la posadera, más furibunda carlista aún que su marido, si cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la jícara y, tirándola por el aire, que casi dio con ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí, perro negro! ¡En mi casa no vuelves a catar cosa ninguna! ¡Colgado como un cerdo te vea yo!». Comprenderá su merced que no puedo estar aquí más tiempo. Se me olvidaba decir que el bribón del posadero asegura que usted le ha confesado ser de su misma opinión, pues en otro caso no le hubiera hospedado a usted.

- Mire, buen hombre -respondí-: yo soy, invariablemente, de la misma opinión política de la gente a cuya mesa me siento o bajo cuyo techo duermo, o, por lo menos, jamás digo cosa alguna que pueda inducirles a sospechar lo contrario. Gracias a este sistema me he librado más de una vez de reposar en almohadas sangrientas o de que me sazonasen el vino con sublimado.

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